Erase una vez una anciana a la que se
le murió el marido. La mujer se fue a vivir con su hijo, la esposa y una hija
de éste. Cada día la anciana iba perdiendo la vista y el oído. A veces las
manos le temblaban tanto que se le caía la comida al suelo, y la sopa se
escurría del plato.
A su hijo y su nuera les fastidiaba
todo aquel desorden y un día dijeron: ¡basta!. Dispusieron una mesita en un
rincón para que la anciana comiera allí, a solas. Ella los miraba con lágrimas
en los ojos desde la otra punta del comedor, pero ellos casi no le hablaban
durante las comidas, salvo para regañarla porque se le caía el tenedor o la
cuchara.
Una tarde antes de cenar, la niña
estaba en el suelo jugando con unos bloques de construcción.
—¿Qué estás
haciendo? —preguntó el padre
—Construyo
una mesita para ti y para mamá—respondió la niña—Así, cuando yo sea mayor, podréis comer solos en un rincón.
El padre y la madre guardaron silencio
durante algún rato y luego se echaron a llorar. Habían comprendido la
naturaleza de sus actos y la pena causada.
Aquella misma noche, hicieron que la
anciana ocupará de nuevo su sitio en la gran mesa del comedor, y a partir de
allí ella siempre comió con el resto de la familia. Y cuando algo de comida
caía al suelo o un tenedor resbalaba de la mesa a nadie le molestaba.
Fuente: El monje que vendió su Ferrari
– Robin S. Sharma
Muy bonito el cuento 👏👏
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